Quien nos daba la bienvenida al pie del embarcadero era Asumpta. Ella es de León y lleva aquí más de 40 años. Después nos recibió Teresa con una empanada tan gallega como ella misma, que después de treinta y nueve años aquí aún conserva ese adorable acento que les da a los gallegos un candor especial.
Nos fuimos a dormir sin saber exactamente cómo era el lugar al que habíamos llegado. Estábamos cansadas y nos dijeron que no tuviéramos prisa en levantarnos.
A la mañana siguiente ni Diana ni yo, a pesar del cansancio del día anterior, pudimos quedarnos en la cama mucho tiempo. Necesitábamos ver el lugar en el que íbamos a estar las siguientes semanas.
Los huecos de las ventanas aquí no tienen cristales. Sólo una reja testimonial, sin mucha herrería y una tela mosquitera. Al descorrer las cortinas en la cabecera de mi cama, pude ver de pronto una exuberante vegetación que lo inundaba todo como un cuadro. Palmeras, inmensas, de distintos tipos, árboles altísimos y esbeltos, incluso alguno de ellos. con hojas de un color rojizo, como si el fuego hubiera prendido en ellas. Plantas trepadoras que se abrazan a los troncos y llegan hasta las copas, en una ascensión solo detenida por los límites del árbol en el que se sustentan.
En ese momento me acordé del cuento de un niño al que su padre había llevado a ver la mar y el niño, al coronar el último monte que lo separaba del océano, se quedó tan petrificado que dijo: “papá, ayúdame a mirar”.
Recordé también todas las personas queridas que quedaron atrás, aquellas que comprendieron que mis alas necesitan volar y que constituyen también mis motivos para volver y posarme suavemente en sus manos. A ellas les pedí esa ayuda para mirar y quise atrapar en mi memoria todo lo que mis ojos y mis sentidos abarcaban… pero ese espectáculo desde mi cama era sólo un anticipo de lo que nos esperaba en los alrededores de la casa.
La vivienda se distribuye alrededor de un patio rectangular al que dan todas las estancias: dormitorios, comedor, sala, capilla y una sala de estar siempre abierta donde las niñas o sus padres vienen en busca de las monjas cuando necesitan algo. También hay un pequeño “dispensario” que es el reino de Teresa, enfermera durante toda su vida donde los medicamentos disputan su sitio con herramientas y artilugios como una radio antigua que era el único medio de comunicación que tuvieron durante mucho tiempo…
Saliendo de la casa el espectáculo es impresionante: las aulas están distribuidas por toda la misión separadas unas de otras por veredas y siempre todo rodeado de una rica vegetación donde palmeras, punos, guayaquiles, yarinas, aguajes, achotes… e infinidad de árboles de los que aún no me he aprendido el nombre, se alternan con plantas que nosotros allá no conocemos o algunas que sólo encontramos en floristerías y aquí crecen en todas partes.
Las aulas tienen apenas dos paredes de modo que quedan abiertas al exterior y cuando estamos dando clase a las niñas no podemos dejar de mirar el paisaje, además de oír el canto de pájaros extraños, ver entrar y salir de la clase mariposas y libélulas. Les explicamos a las niñas que en el lugar del que nosotras venimos las clases son cerradas y nuestros niños pueden pasar días sin ver un árbol y ellas nos miran como si les estuviéramos contando una historia inventada.
Las fotos no pueden abarcar todo lo que hay aquí, Elvira, la coordinadora de la congregación, dice que este lugar es la antesala del Paraíso; yo me atrevo a ir más allá y decir que es una ventana abierta al paraíso, un privilegio y un auténtico regalo para los sentidos.
También aquí merecen ser destacados los sonidos; cada mañana, aunque no se corresponda con la idea romántica e idílica que tenemos de la selva, me despierta el canto del gallo. Un gallo que después, durante el día, se pasea ufano y orgulloso rodeado de una cohorte de gallinas y polluelos ruidosos. Se oyen pájaros de todo tipo sin que acierte a verlos en la mayoría de los casos: se repite con frecuencia el graznido de lo que aquí llaman una “gallinaza” que desde abajo parece por su forma de planear, un ave rapaz y debe de serlo, porque dicen que revolotea acechando los pollitos o buscando algún animal muerto. Las bandadas escandalosas de loritos que han pasado ya alguna vez que otra desde que llegamos. Los patos, que nadan y chapotean tranquilamente en un estanque cercano. Insectos de todo tipo: silenciosos como las libélulas, obstinados como las polillas, pertinaces como los mosquitos… A veces se oye el sonido metálico intermitente de un fluorescente que no recibe suficiente energía como para encenderse completamente.
Y por la noche, las chicharras testigos de un calor sofocante que nos agobia por la humedad. El cantar de los búhos, animales de mal agüero por estos lares. Los chillidos casi imperceptibles de los murciélagos dándose un festín de insectos y a veces el alboroto que causan cuando, perdido o despistado alguno de ellos entra en la habitación donde estamos y se golpea con todo hasta que encuentra la salida mientras nosotras intentamos mantener el tipo, pero encogiendo el cuello como una tortuga para no dejarlo al descubierto. Las ranas, o los sapos, que no sabría yo distinguirlos por el sonido, pero suenan como si tuvieran el mismo tamaño de un pato.
Durante el día se oyen las niñas, no cesa el rumor de voces suaves llamándose entre ellas, riéndose, jugando, cantando… pero de ellas os hablaré otro día.
Se oyen cohetes o como aquí los llaman “camaretazos”: el pueblo de Chiriaco, al otro lado del río festeja la Virgen del Carmen en una fiesta interminable que dura ya más de una semana y, sin respeto a horarios, a cualquier hora del día o de la noche. lanza al aire una sucesión de fuegos artificiales, no de colores, pero sí muy ruidosos.
También llega hasta la misión el sonido de los pequeños motores que hace tiempo sustituyeron los remos de las canoas, que cruzan el río o lo recorren arriba y abajo como una autopista de agua que comunica unas comunidades con otras.
Pero hay por encima de todos un sonido que, cuando aparece acalla a todos los demás. Poderoso, imponente, origen de vida, pero también a veces de destrucción: el agua. Una lluvia que, de repente, oscurece un cielo azul y limpio y empieza a caer cada vez con más fuerza, llenando baldes del tamaño de bidones, rebosando el estanque, inundando y encenagando los caminos, golpeando las plantas, los árboles, los techos de calamina que nos cubren, formando una cortina que fluye sin parar y hace que desaparezca el paisaje, pero cuando parece que el diluvio se ha desatado, tal y como vino, empieza a desaparecer y el verde fresco de la selva y el cielo azul vuelven a aparecer como si nunca se hubieran ido.
El estanque de los patos[/caption]
Vaya paraíso en el q te encuentras,es una belleza ,seguiré leyendo tus aventuras ????????
Ohhh es muy bonito ,verdaderamente estáis en el paraíso ,me alegro que estéis disfrutando la experiencia
Gracias Josefina por transmitirnos tanto con tus escritos
Ciertamente vivimos ya no en la antesala sino en EL PARAÍSO. gracias por tu compartir, al verlo me recreo