Hace poco más de un mes de nuestra vuelta de Cuba y aún no he conseguido entender y aceptar muchas de las cosas que vi allí.
Ha sido un viaje especial y único, difícilmente comparable a ningún otro anterior. No me gusta comparar nada, ni los lugares, ni las personas, ni las costumbres,…me gusta viajar con la mente abierta y absorber todo lo que voy encontrando sin filtros ni ideas preconcebidas, pero en esta ocasión más de una vez me he desesperado intentando encontrar lógicas y razonamientos que aquí están muy lejos de poderse aplicar.
Me hubiera gustado poder disfrutar de la estética de Cuba, de sus ciudades y de sus paisajes, de la amabilidad de sus gentes,…pero el hecho de empezar este viaje sumergida en zonas alejadas del itinerario “oficial”, de la mano experta de nuestras anfitrionas, lejos del aire turístico que hace de Cuba un destino deseado, ha hecho imposible que mirara esa isla caribeña con sus ciudades de aire y porte colonial sin sufrir por lo que esa “decadencia estética” significaba verdaderamente.
Han sido tres los lugares en los que recalamos en nuestra estancia: Jarahueca, Santa Clara y La Habana. Cada uno con unas particularidades que los diferencian y con un denominador común que no es otro que el régimen político que dirige este país desde hace sesenta años .
Sin duda Jarahueca, por ser el primero y por su carácter rural, fue uno de los que más me sorprendieron. Pertenece a la provincia de Sancti Spiritus y está situado en el centro de la isla, alejado de las rutas turísticas habituales y de otras ciudades más grandes. Sus calles, la mayoría de tierra, están salpicadas de caballos; algunos de ellos tirando en un pequeño carro que sirve de transporte de personas y mercancías y otros montados por jinetes con grandes sombreros que parecen salidos de una pintura de época.
La vida aquí es monótona y dura. La población está envejecida porque todos los que han podido hace tiempo que se fueron a Estados Unidos, a España, o a cualquier país que les permita vivir y ganar un sueldo (siempre más digno). Desde donde están envían el dinero que pueden a sus familiares, un dinero que se convierte en una fuente de ingresos para este gobierno pues al hacer el cambio obligado a esa pseudomoneda que es el “dólar convertible” se quedan con un veinte por ciento del envío. Se da entonces el caso de muchos ancianos que están absolutamente solos; tal vez a algunos de ellos no les falte lo material imprescindible con ese dinero que reciben, pero su soledad es devastadora; no tienen abrazos ni la cercanía de sus seres queridos en la última etapa de su vida.
Más alejado del centro está el barrio de los “no alineados”, personas que han llegado de oriente, la zona de Santiago de Cuba, huyendo de situaciones aún más duras, y que han construido sus viviendas sin ningún tipo de orden ni planificación. En ese barrio aún es más patente la dureza de la vida rural, las casas son precarias, no hay agua corriente ni sistemas de alcantarillado. Y por todas partes del pueblo, como restos de un decorado, están esparcidos los esqueletos oxidados de maquinaria y tractores que un día trabajaron en esa zona. En los alrededores de Jarahueca, a pesar de la tierra negra y fértil en la que se asienta este pueblo, los campos están sin cultivar, por aquellas cosas de una “reforma rural” que con los años ha conseguido la incongruencia de que las personas no tengan apenas verduras y frutas en su alimentación.
Y en este panorama, Consuelo y Midy, discretamente pero sin reposo, desarrollan su labor, como todas las Siervas en Cuba, moviéndose con la dificultad añadida que supone estar vigiladas de cerca pero apoyando con su presencia y con su trabajo impecable a las personas que viven en esta zona y que saben que pueden confiar en ellas.
En Santa Clara, la convivencia con Ana Elena y María Isabel fue maravillosa. Aprendimos mucho sobre los proyectos y la labor que llevan a cabo aunque no tuvimos la suerte de verlos en funcionamiento por estar de vacaciones los niños y jóvenes con los que trabajan todo el año.
De todas formas colaboramos con todo nuestro interés y esfuerzo en el taller de artesanía, desarrollando una vena artística que fluyó bajo sus indicaciones y enseñanzas más de lo que Diana y yo hubiéramos esperado y dio unos resultados bastante aceptables. Pero como siempre, una de las cosas más importante aquí fue la relación con las trabajadoras del taller; mujeres de distintas edades y un “San José” que cada día en su carpintería iba elaborando elementos de la más pura artesanía, sacando llaveros, nacimientos, palmeras, crucifijos,…casi de la nada, como un milagro diario que es la forma de vida de la mayoría de los cubanos. La escasez (o total ausencia) de recursos, casi desesperante, ha despertado la imaginación de este pueblo que apenas sabe ya lo que es poder caminar sin que el recorrido se convierta en una continua carrera de obstáculos.
Conocimos a Víctor, una de las miradas e historias que más me han impactado en este tiempo. Al frente del proyecto de “Corazón Solidario” se mueve en la cuerda floja de una manera magistral, reuniendo a personas con problemas mentales y proporcionándoles un entorno en el que cada uno de ellos se supera cada día y aprende a vivir consigo mismo y con los demás, encontrando un reducto de paz y dignidad que no tenían antes. Él sabe muy bien lo que quiere y lo que tiene entre manos: una historia muy dura de superación, de su propia lucha, contra una enfermedad mental, contra una sociedad que no comprende a los “distintos” ni tiene recursos para ellos.
Pero he aprendido en Santa Clara, de la mano de Ana Elena y María Isabel muchos detalles de la vida cotidiana, de los estragos de un régimen mantenido durante sesenta años, que ha puesto a prueba a veces, la lucidez de esas gentes y su capacidad de discernimiento de las cosas que suceden cada día. Nuestras largas conversaciones sobre la realidad cubana, nuestros momentos de risas y a veces mi cara de desesperanza han dado como resultado una desazón que me acompañará siempre y un aprendizaje para seguir adelante y poner nuevas fuerzas en trabajar desde mi situación en colaborar a través de Taller de Solidaridad en todo lo que podamos contribuir. He usado esa cartilla de racionamiento para ir a por el pan de cada día; he acompañado a buscar los productos subsidiados que los ciudadanos reciben como una dádiva “envenenada” de un gobierno paternalista que domina la situación sin dejar nada al azar, que maneja perfectamente los tiempos sometiendo a los ciudadanos a la rutina de hacer interminables colas, de buscar cosas que no se pueden encontrar, de asumir cosas inasumibles solo porque son introducidas sibilinamente manejando técnicas de libro de manipulación de masas.
Paseando por Santa Clara, sorteando los coches de caballos, usados no por romanticismo o por estética, sino por la necesidad de tener un transporte al menor costo, no dejaban de sorprenderme las imágenes de tiendas desabastecidas, jugueterías en los que asomaban juguetes infantiles a un precio absolutamente indecente para las posibilidades de ese país. Colas de personas por todas partes y ancianos que deberían estar descansando tras una vida de trabajo, que vendían, sentados en las aceras, pequeñas bolsas de plástico. De Ana Elena aprendí que el sueño de la inmensa mayoría de los cubanos es salir de Cuba; y no sólo de los jóvenes, sino que también los mayores quieren dejar su país atrás. Muy pocas personas quieren alejarse de su país y de sus raíces pero aquí es un sueño común a la mayoría de los cubanos. Yo, en mi afán por intentar ver un rayo de esperanza, le decía que todos los regímenes acaban cayendo tarde o temprano, que la Unión Soviética cayó cuando le llegó el momento, pero ella me preguntó cómo había sido esa caída y cuando le hablé de la Perestroika y de Gorbachov, me dijo: Así es, estos regímenes caen desde arriba, nunca desde abajo. La desesperanza es la tónica general de Cuba, y eso es lo peor y lo más doloroso que me he encontrado allí.
Tras nuestra estancia en Santa Clara llegó el momento de volver a La Habana e iniciar la última etapa de nuestro viaje allí donde había empezado hacía tres semanas, aunque por momentos parecía que hubiera pasado toda una vida.
Allí vivimos los últimos días de nuestro voluntariado instaladas en la casa que tienen las Siervas en el barrio de Miramar. Es una residencia preciosa, de una arquitectura cuidada y airosa. Como muchas casas de la zona tiene un aire colonial de aquellos tiempos en los que la vida transcurría despacio, con la calma que da vivir en una tierra próspera, cerca del mar. Una casa edificada para hacer la vida agradable, con un porche con vistas al jardín en el que las mecedoras (presentes en casi todas las casas cubanas) proporcionan ese movimiento de lento balanceo que adormece mientras se escucha el rumor de la vida que sigue su curso.
No es fácil mantener esta casa por la escasez de materiales: es difícil conseguir barnices, pinturas, madera,…pero en un alarde de ingenio y esfuerzo, se conserva, dentro de lo posible, altanera y elegante.
Enriqueta, Isabel, Ana Isabel, Esther, Sara y Yaqui son el equipo humano de las Siervas de San José con las que tuvimos la suerte de convivir esos días. De cada una de ellas aprendí muchas cosas.
Las dos primeras, las mayores, son españolas. Llegadas a Cuba hace muchísimos años, la sienten y la viven como suya. Ninguna de ellas alberga la menor duda de que será esa tierra que tanto aman y por la que tanto han trabajado, la que sea testigo de la vida que les quede. Sienten que están en su hogar y, aunque recuerdan (sobre todo Enriqueta) sus familias, sus casas en Salamanca y Zamora, viven allí inmersas en el día a día, en las alegrías y en los sufrimientos del pueblo cubano.
Ana Isabel es colombiana y con ella nos reíamos mucho analizando ese “idioma” que allí se habla, que a veces casi precisa de un traductor, no sólo por las expresiones sino también por ese acento que lo hace tan especial.
Esther, Yaqui y Sara son las jóvenes del grupo; tengo que agradecerles a ellas también que nos hayan llevado de la mano, sin escatimar esfuerzos para que aprendiéramos mucho sobre la singularidad de un régimen (al cabo dictatorial) ,mantenido durante una eternidad y que ha minado en estas décadas la mente de sus habitantes, con la excusa de eliminar desigualdades, ha hecho que la dignidad de las personas, la satisfacción del propio crecimiento, del trabajo bien hecho, del reconocimiento de los esfuerzos individuales desaparezcan. Nada se deja al azar. El control sobre lo que sucede en cada calle de cada población cubana es absoluto y no se permite que nadie destaque ni sobresalga, cercenando las iniciativas que no son del gusto y la aprobación del gobierno. Hemos aprendido historia, no la que escribieron los ganadores de la revolución, sino la que sufrieron todos aquellos que se encontraron inmersos en una guerra que no les pertenecía.
En este sentido también hemos aprendido muchísimo de otras mujeres que viven en esa casa que es una residencia de ancianas. Cuando triunfó la revolución la casa de Miramar, que hasta entonces había sido una residencia de estudiantes universitarias, tuvo que elegir, por ser dirigida por una congregación religiosa: irse de Cuba o quedarse realizando una tarea social. Y desde entonces viven allí ancianas. De ellas he aprendido también muchísimo. Mujeres libres y preparadas, con una buena memoria la mayoría, me dibujaban cómo era su vida antes de la revolución y cómo tuvieron que aprender a vivir de una manera muy distinta. Gracias a ellas he reído y llorado en más de una ocasión, pero lo que es indudable es que con sus relatos han enriquecido mis vivencias.
Hemos reído también mucho. Monjas con una gran capacidad de supervivencia, que lo mismo arreglan un coche, que trasladan un bidón de gasolina por la noche como si fueran traficantes, o acompañan a una mujer moribunda con la mayor dulzura que se pueda imaginar,… y otras muchas cosas que no puedo contar aquí pero que haría que todos los sombreros del mundo no fueran suficientes para quitárselos y reconocer su valía.
Muchísimas gracias por esta experiencia, que, a pesar de haberme resultado en algunos momentos difícil de asimilar, ha sido de las más fuertes y profundas de mi vida.
Cuando salí de Cuba,..no dejé enterrado mi corazón como decía la canción, pero una parte de él se quedó allí para siempre con aquellas personas que he tenido la fortuna de conocer y a las que admiraré siempre, aunque no tenga la oportunidad de volverlas a ver. Quién sabe, el mundo es más pequeño de lo que nosotros pensamos.
Josefina Nieto. Cuba
15/09/2018